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Crónica del turno de guardia en un juzgado de violencia sobre la mujer
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Crónica del turno de guardia en un juzgado de violencia sobre la mujer
Crónica del turno de guardia en un juzgado de violencia sobre la mujer
"Le prometo que no volverá a verme por aquí nunca más, señoría: mi mujer no se lo merece", dijo este hombre, detenido por amenazas
El faro. El lugar donde se iluminan los peores naufragios. El juzgado de violencia sobre la mujer. Parece como si esa preposición chirriase: juzgado de violencia contra la mujer. La verdad se comprende después de tener la posibilidad, afortunada y triste a la vez, de presenciar su turno de guardia. La violencia que aquí llega no es sólo la de alguien contra alguien, sino una violencia de dominio, de poder, de desigualdad, una violencia que no siempre deja cicatrices visibles. La violencia de alguien que se cree por encima de alguien. Sobre las mujeres.
Mujeres de todas las edades. Jóvenes, casi unas adolescentes, como la chica de 23 años, emparejada desde hace más de diez, de condición muy humilde, madre de dos criaturas ya, a la que su novio, que tiene vigente una orden de alejamiento, ha amenazado. "Puta, cabrona, iré al colegio cuando vayas a recoger a los niños y te mataré".
De mediana edad, como la dueña de tres restaurantes, con una posición más que desahogada, que cuenta una historia similar a otras mil veces repetidas entre estas cuatro paredes. "Se enfadó porque se le rompió una correa del reloj y me culpó a mí. Dice que siempre rompo las cosas. Fue a la cocina, cogió un cuchillo y empezó a hacerse cortes en el brazo. Salió dejando tras de sí un charco rojo, con el cuchillo aún en la mano. Nuestro hijo, de diez años, se le abrazó para que no se me acercara. Le decía: "No, papá, no papá, por favor, no papá". Y él respondía: "¿Ves esta sangre?, debería ser de tu madre. Me hago esto para no matarla a ella". Nuestra otra hija, más pequeña, se quedó paralizada. A mi lado".
Ancianas, como la señora que acudió a casa de una vecina, llorando, cansada de que cada vez que su marido bebe la golpee, la insulte, la trate como a un trapo. La vecina telefoneó a los Mossos d'Esquadra y ahora toca explicarse ante la juez, pero hoy la señora, que está muy alterada y a la que el llanto apenas permite hablar, dice: "Todo son mentiras y exageraciones de los Mossos. Si mi marido es muy bueno. Nunca me ha pegado. El único defecto que tiene es que a veces canta muy alto, pero nada más".
La juez y la fiscal se intercambian una mirada de complicidad. Poco más pueden hacer. Archivo. Ella se ha retractado, como el 12% de las mujeres que inician un procedimiento judicial por malos tratos. La única testigo, la vecina, no ha presenciado los hechos y sólo se lo han contado. Para intentar vencer su sensación de impotencia, la juez pide el concurso de los servicios sociales, aunque está por ver si el matrimonio les abrirá la puerta cuando acudan a su piso. Más tarde, cuando una funcionaria le entregue el auto de sobreseimiento, la señora dirá, todavía llorosa: "La próxima vez no dejaré que me pegue".
Sucedió en la Ciutat de la Justícia de Barcelona y l'Hospitalet de Llobregat, durante la guardia del juzgado de violencia sobre la mujer número 2, cuya titular es la magistrada Francisca Verdejo, de nueve de la mañana a nueve de la noche, durante tres días consecutivos, en un turno que acabó anteayer. Pero cosas peores podrían suceder mañana o dentro de un mes. Cualquier día.
El juzgado de guardia es un organismo pluricelular. Jueces, fiscales, secretarios, funcionarios, denunciantes, denunciados, vigilantes de seguridad, policías. Cada uno con su historia. El organismo pluricelular reacciona ante la presencia de dos extraños, el fotógrafo y el periodista. Un letrado, que ejerce la defensa de oficio de un detenido, explica que las cifras de la violencia de género están infladas. "Yo no lo he hecho jamás, y nunca lo haré, pero conozco casos de colegas que aconsejan a las mujeres que denuncien a sus parejas por malos tratos antes de iniciar los trámites de separación para salir mejor paradas". Los extraños se miran y callan. Uno de ellos recuerda la indignación con que se pronunció la anterior presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, la magistrada Montserrat Comas, cuando le preguntaron si lo de las estadísticas hinchadas era verdad: "Eso es un insulto a las víctimas".
Montserrat Comas, a la que el extraño conoció cuando era la titular del juzgado más bonito de Barcelona, en el paseo Lluís Companys, un despachito lleno de plantas frondosas y donde el verdor estallaba por todas partes, vino a decir a continuación que una denuncia falsa es un delito contra la administración de justicia. Si un juez lo detecta y no abre diligencias, cometería una prevaricación, lo peor que puede hacer un juez, junto a aceptar sobornos e incurrir en cohecho.
Momentos después de la conversación con el abogado, la juez Verdejo, que no sabe absolutamente nada de lo ocurrido, explica en su despacho, como obedeciendo a un resorte secreto, lo que le contó una vez una víctima que a punto estuvo de ser asesinada: "Dicen que hay mujeres que mienten y acusan a sus maridos de cosas inciertas para quedarse con la casa. ¿Sabe? Yo no quiero mi casa. Que se la quede él. ¿Quién querría volver al lugar donde casi la matan?".
Los casos se suceden. Y, como en todas las cosas trágicas, siempre hay un punto cómico, casi surrealista. Un hombre que lleva detenido dos días y que acaba de ser puesto a disposición judicial llora al ver a su mujer y pide que le dejen ir a tomarse un café con ella. Le dan permiso y allá que se van los dos, acaramelados. Ya le han tomado declaración y lo van a dejar en libertad, pero tiene que volver al juzgado para recoger la citación de su juicio. Porque de eso no se librará.
Su historia es un calco de otras que le han precedido y de algunas de las que vendrán después. La golpeó en la calle, la insultó y le propinó un empujón que acabó dando con ella de bruces en el suelo. La ofendida prefiere olvidar y, como tantas otras, tampoco ejercerá la acusación, pero esta vez la fiscal sí podrá llevar el asunto hacia delante. Los golpes fueron presenciados por dos policías. Su testimonio es suficiente para apuntalar la acusación.
La guardia se acaba. Ya se han entregado las citaciones y los autos se sobreseimiento. Un detenido para quien la fiscal pedía prisión provisional y sin fianza por quebrantamiento de la orden de alejamiento y amenazas quedará en libertad, con la obligación de comparecer los días 1 y 15. El único que seguirá detenido es otro acusado, que tiene pendiente una orden de expulsión del país.
Denunciantes y denunciados que pueden hacerlo se van juntos. También los abogados. La letrada del marido cuyo "único defecto" es cantar muy alto ha llevado todo el día un libro junto a sus carpetas de documentos y legajos. Se trata de un monumento de la literatura universal, que habla sobre otra violencia atroz, y cuyo título no podría ser mejor colofón para esta crónica: Si esto es un hombre, de Primo Levi. La obra comienza con una poesía dedicada a
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas,
Los que os encontráis, al volver por la tarde,]
La comida caliente y los rostros amigos...].
"Le prometo que no volverá a verme por aquí nunca más, señoría: mi mujer no se lo merece", dijo este hombre, detenido por amenazas
El faro. El lugar donde se iluminan los peores naufragios. El juzgado de violencia sobre la mujer. Parece como si esa preposición chirriase: juzgado de violencia contra la mujer. La verdad se comprende después de tener la posibilidad, afortunada y triste a la vez, de presenciar su turno de guardia. La violencia que aquí llega no es sólo la de alguien contra alguien, sino una violencia de dominio, de poder, de desigualdad, una violencia que no siempre deja cicatrices visibles. La violencia de alguien que se cree por encima de alguien. Sobre las mujeres.
Mujeres de todas las edades. Jóvenes, casi unas adolescentes, como la chica de 23 años, emparejada desde hace más de diez, de condición muy humilde, madre de dos criaturas ya, a la que su novio, que tiene vigente una orden de alejamiento, ha amenazado. "Puta, cabrona, iré al colegio cuando vayas a recoger a los niños y te mataré".
De mediana edad, como la dueña de tres restaurantes, con una posición más que desahogada, que cuenta una historia similar a otras mil veces repetidas entre estas cuatro paredes. "Se enfadó porque se le rompió una correa del reloj y me culpó a mí. Dice que siempre rompo las cosas. Fue a la cocina, cogió un cuchillo y empezó a hacerse cortes en el brazo. Salió dejando tras de sí un charco rojo, con el cuchillo aún en la mano. Nuestro hijo, de diez años, se le abrazó para que no se me acercara. Le decía: "No, papá, no papá, por favor, no papá". Y él respondía: "¿Ves esta sangre?, debería ser de tu madre. Me hago esto para no matarla a ella". Nuestra otra hija, más pequeña, se quedó paralizada. A mi lado".
Ancianas, como la señora que acudió a casa de una vecina, llorando, cansada de que cada vez que su marido bebe la golpee, la insulte, la trate como a un trapo. La vecina telefoneó a los Mossos d'Esquadra y ahora toca explicarse ante la juez, pero hoy la señora, que está muy alterada y a la que el llanto apenas permite hablar, dice: "Todo son mentiras y exageraciones de los Mossos. Si mi marido es muy bueno. Nunca me ha pegado. El único defecto que tiene es que a veces canta muy alto, pero nada más".
La juez y la fiscal se intercambian una mirada de complicidad. Poco más pueden hacer. Archivo. Ella se ha retractado, como el 12% de las mujeres que inician un procedimiento judicial por malos tratos. La única testigo, la vecina, no ha presenciado los hechos y sólo se lo han contado. Para intentar vencer su sensación de impotencia, la juez pide el concurso de los servicios sociales, aunque está por ver si el matrimonio les abrirá la puerta cuando acudan a su piso. Más tarde, cuando una funcionaria le entregue el auto de sobreseimiento, la señora dirá, todavía llorosa: "La próxima vez no dejaré que me pegue".
Sucedió en la Ciutat de la Justícia de Barcelona y l'Hospitalet de Llobregat, durante la guardia del juzgado de violencia sobre la mujer número 2, cuya titular es la magistrada Francisca Verdejo, de nueve de la mañana a nueve de la noche, durante tres días consecutivos, en un turno que acabó anteayer. Pero cosas peores podrían suceder mañana o dentro de un mes. Cualquier día.
El juzgado de guardia es un organismo pluricelular. Jueces, fiscales, secretarios, funcionarios, denunciantes, denunciados, vigilantes de seguridad, policías. Cada uno con su historia. El organismo pluricelular reacciona ante la presencia de dos extraños, el fotógrafo y el periodista. Un letrado, que ejerce la defensa de oficio de un detenido, explica que las cifras de la violencia de género están infladas. "Yo no lo he hecho jamás, y nunca lo haré, pero conozco casos de colegas que aconsejan a las mujeres que denuncien a sus parejas por malos tratos antes de iniciar los trámites de separación para salir mejor paradas". Los extraños se miran y callan. Uno de ellos recuerda la indignación con que se pronunció la anterior presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, la magistrada Montserrat Comas, cuando le preguntaron si lo de las estadísticas hinchadas era verdad: "Eso es un insulto a las víctimas".
Montserrat Comas, a la que el extraño conoció cuando era la titular del juzgado más bonito de Barcelona, en el paseo Lluís Companys, un despachito lleno de plantas frondosas y donde el verdor estallaba por todas partes, vino a decir a continuación que una denuncia falsa es un delito contra la administración de justicia. Si un juez lo detecta y no abre diligencias, cometería una prevaricación, lo peor que puede hacer un juez, junto a aceptar sobornos e incurrir en cohecho.
Momentos después de la conversación con el abogado, la juez Verdejo, que no sabe absolutamente nada de lo ocurrido, explica en su despacho, como obedeciendo a un resorte secreto, lo que le contó una vez una víctima que a punto estuvo de ser asesinada: "Dicen que hay mujeres que mienten y acusan a sus maridos de cosas inciertas para quedarse con la casa. ¿Sabe? Yo no quiero mi casa. Que se la quede él. ¿Quién querría volver al lugar donde casi la matan?".
Los casos se suceden. Y, como en todas las cosas trágicas, siempre hay un punto cómico, casi surrealista. Un hombre que lleva detenido dos días y que acaba de ser puesto a disposición judicial llora al ver a su mujer y pide que le dejen ir a tomarse un café con ella. Le dan permiso y allá que se van los dos, acaramelados. Ya le han tomado declaración y lo van a dejar en libertad, pero tiene que volver al juzgado para recoger la citación de su juicio. Porque de eso no se librará.
Su historia es un calco de otras que le han precedido y de algunas de las que vendrán después. La golpeó en la calle, la insultó y le propinó un empujón que acabó dando con ella de bruces en el suelo. La ofendida prefiere olvidar y, como tantas otras, tampoco ejercerá la acusación, pero esta vez la fiscal sí podrá llevar el asunto hacia delante. Los golpes fueron presenciados por dos policías. Su testimonio es suficiente para apuntalar la acusación.
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Denunciantes y denunciados que pueden hacerlo se van juntos. También los abogados. La letrada del marido cuyo "único defecto" es cantar muy alto ha llevado todo el día un libro junto a sus carpetas de documentos y legajos. Se trata de un monumento de la literatura universal, que habla sobre otra violencia atroz, y cuyo título no podría ser mejor colofón para esta crónica: Si esto es un hombre, de Primo Levi. La obra comienza con una poesía dedicada a
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