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El vigilante del Prado
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El vigilante del Prado
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(Madridpress) Que nosotros sepamos, los vigilantes de las salas del museo del Prado no tienen una formación especial. Son vigilantes de sala y ya está. Desde luego, son elegidos tras un proceso de selección, como toda empresa o entidad necesitada de recursos humanos, en el que importa mucho que el candidato sea una persona normal, capaz de comprender que el valor de los objetos que custodia no se puede medir ni siquiera en cientos de millones de euros porque esos cuadros son irremplazables. Sin embargo, nadie está a salvo de la locura como nadie está a salvo de una gripe, ningún test puede detectarlo con antelación.
Quizá me lo invento, pero en un bar de parroquianos me contaron que uno de los vigilantes, un tal Gayo, no sé si de nombre o de apellido o de apodo, empezó a mostrar un peculiar comportamiento durante sus horas de trabajo. Miraba con desprecio a los dos tipos que se dan de garrotazos con el barro hasta las rodillas en la pintura de Goya, ladraba como un perro para asombro de los visitantes ante las extrañas criaturas de El Bosco, soplaba los cuerpos desnudos de las tres Gracias de Rubens. Un día, cuando los últimos visitantes desalojaban ya las salas, Gayo sacó un mechero del bolsillo de su chaqueta uniforme y lo acercó a las Meninas. Dio la casualidad de que otro vigilante pasaba cerca y fue a impedirlo, pero ya Gayo había aplicado la llama al lienzo y éste empezaba a arder. Para cuando se dispararon los chorros de agua de seguridad, las Meninas tenían los bucles ennegrecidos, el perro había echado a correr y el lienzo dentro del lienzo se desplomaba.
El día siguiente los visitantes circulaban por las salas del Prado con toda normalidad y en una de las habitaciones dedicadas a Velázquez, en la de siempre, podía contemplarse el famoso cuadro de las Meninas como si nada hubiera pasado. Claro, me contestó uno de los parroquianos, no se iba a creer usted que se exponen los originales. Todos, sobre todo los más valiosos, tienen copia precisamente por este motivo, porque no estamos a salvo de chaladuras pasajeras. Cada cuadro, una copia, y el original al sótano. ¿Era esto verdad o me tomaba el pelo? Era verdad, decía. Incluso un atentado terrorista podría dirigirse contra la Maja Desnuda. No es por comparar, añadía, pero para algunos la pérdida sería mayor que el día de las torres gemelas esas.
No quise ahondar en las últimas palabras de este devoto del arte y misántropo confeso, pero no pude evitar pensar que si el anterior, el que sufrió el arrebato de Gayo, era una perfecta falsificación, el que ahora se exhibía debía de ser el original, el mismo lienzo por el que Velázquez deslizó sus pinceles. O tal vez aquél era el primitivo y el actual una suplantación imposible de diferenciar. Para el caso es lo mismo, de lo que se trata es de creer que es el bueno.
Gayo fue despedido, o mejor dicho, retirado del servicio mediante baja médica con posible prejubilación con poco más de cuarenta. El parroquiano contó que, incomprensiblemente, poco después de aquello el antiguo celador se compró un Audi nuevecito. En la tertulia que se formó a su alrededor se especuló con la posibilidad de que el hombre hubiera recibido un soborno de manos de un viejo millonario que quiso contemplar el original por una vez antes de morir, o de un tarado de los de verdad que quiso despejarse el camino para quemar el cuadro original, o de un fanático musulmán resentido por alguna vieja afrenta de Al-Andalus que se quemará a lo bonzo envuelto en el lienzo. Hasta que no se realice una nueva copia no estaremos a salvo. Aunque quizá ya está hecha, o ya lo estaba, o nunca hemos contemplado realmente el original. O quizá todo esto no sea más que un mal sueño del parroquiano, o simplemente ganas de marear la perdiz.
(Madridpress) Que nosotros sepamos, los vigilantes de las salas del museo del Prado no tienen una formación especial. Son vigilantes de sala y ya está. Desde luego, son elegidos tras un proceso de selección, como toda empresa o entidad necesitada de recursos humanos, en el que importa mucho que el candidato sea una persona normal, capaz de comprender que el valor de los objetos que custodia no se puede medir ni siquiera en cientos de millones de euros porque esos cuadros son irremplazables. Sin embargo, nadie está a salvo de la locura como nadie está a salvo de una gripe, ningún test puede detectarlo con antelación.
Quizá me lo invento, pero en un bar de parroquianos me contaron que uno de los vigilantes, un tal Gayo, no sé si de nombre o de apellido o de apodo, empezó a mostrar un peculiar comportamiento durante sus horas de trabajo. Miraba con desprecio a los dos tipos que se dan de garrotazos con el barro hasta las rodillas en la pintura de Goya, ladraba como un perro para asombro de los visitantes ante las extrañas criaturas de El Bosco, soplaba los cuerpos desnudos de las tres Gracias de Rubens. Un día, cuando los últimos visitantes desalojaban ya las salas, Gayo sacó un mechero del bolsillo de su chaqueta uniforme y lo acercó a las Meninas. Dio la casualidad de que otro vigilante pasaba cerca y fue a impedirlo, pero ya Gayo había aplicado la llama al lienzo y éste empezaba a arder. Para cuando se dispararon los chorros de agua de seguridad, las Meninas tenían los bucles ennegrecidos, el perro había echado a correr y el lienzo dentro del lienzo se desplomaba.
El día siguiente los visitantes circulaban por las salas del Prado con toda normalidad y en una de las habitaciones dedicadas a Velázquez, en la de siempre, podía contemplarse el famoso cuadro de las Meninas como si nada hubiera pasado. Claro, me contestó uno de los parroquianos, no se iba a creer usted que se exponen los originales. Todos, sobre todo los más valiosos, tienen copia precisamente por este motivo, porque no estamos a salvo de chaladuras pasajeras. Cada cuadro, una copia, y el original al sótano. ¿Era esto verdad o me tomaba el pelo? Era verdad, decía. Incluso un atentado terrorista podría dirigirse contra la Maja Desnuda. No es por comparar, añadía, pero para algunos la pérdida sería mayor que el día de las torres gemelas esas.
No quise ahondar en las últimas palabras de este devoto del arte y misántropo confeso, pero no pude evitar pensar que si el anterior, el que sufrió el arrebato de Gayo, era una perfecta falsificación, el que ahora se exhibía debía de ser el original, el mismo lienzo por el que Velázquez deslizó sus pinceles. O tal vez aquél era el primitivo y el actual una suplantación imposible de diferenciar. Para el caso es lo mismo, de lo que se trata es de creer que es el bueno.
Gayo fue despedido, o mejor dicho, retirado del servicio mediante baja médica con posible prejubilación con poco más de cuarenta. El parroquiano contó que, incomprensiblemente, poco después de aquello el antiguo celador se compró un Audi nuevecito. En la tertulia que se formó a su alrededor se especuló con la posibilidad de que el hombre hubiera recibido un soborno de manos de un viejo millonario que quiso contemplar el original por una vez antes de morir, o de un tarado de los de verdad que quiso despejarse el camino para quemar el cuadro original, o de un fanático musulmán resentido por alguna vieja afrenta de Al-Andalus que se quemará a lo bonzo envuelto en el lienzo. Hasta que no se realice una nueva copia no estaremos a salvo. Aunque quizá ya está hecha, o ya lo estaba, o nunca hemos contemplado realmente el original. O quizá todo esto no sea más que un mal sueño del parroquiano, o simplemente ganas de marear la perdiz.
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