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Mensaje por tata Vie Mayo 21, 2010 6:06 am

La indefensión, el espacio público y la medievalización de la ciudad
Diana Manso

“Exclusion frequently has a spatial dimension. Members of a group are sometimes excluded from areas of a city by law as when medieval Venetian Jews were restricted to the city’s ghetto or Chinese (along with dogs!) prohibited from entering parks in nineteenth century Shanghai. Even when people are legally free to enter areas of a city subtle and not-so-subtle signs and cues may signal that members of a particular group are not welcome.” (Richard T. Le Gates and Frederic Stout, The City Reader)

“Miedo es el nombre que damos a nuestra incertidumbre: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer -a lo que puede y no puede hacerse- para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo que está más allá de nuestro alcance” […]. Los peligros que se temen [...] pueden ser de tres clases. Los hay que amenazan el cuerpo y las propiedades de la persona. Otros […] amenazan la duración y la fiabilidad del orden social del que depende la seguridad del medio de vida […] o la supervivencia [...] Y luego están aquellos peligros que amenazan el lugar de la persona en el mundo: su posición en la jerarquía social, su identidad [...] y [...] su inmunidad a la degradación y a la exclusión sociales” (Zygmunt Bauman, Miedo líquido).

Los miedos que padecemos son principalmente el miedo a la muerte, al mal, a su invencibilidad y a nuestra incapacidad de reconocerlo. Pero más aterrorizante podría ser, según Bauman, el hecho de que los “instrumentos del mal” puedan ser personajes comunes, que han actuado pensando en su comodidad antes que en la de “los otros”, como ocurriese en el caso de quienes ordenaron las masacres en los campos de concentración. ¿Acaso de instrumentos del mal todos tenemos un poco? ¿Es esta posibilidad lo que nos ha llevado a tener la brutal segregación social por la que se caracteriza nuestro entorno urbano?

“Los pánicos vienen y van y por más espantosos que sean, siempre es posible presuponer con toda seguridad que compartirán la suerte de todos los demás” (Bauman). Además, hay que creer en que la irrupción de lo imposible en lo posible es viable: “para impedir una catástrofe, antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es posible […] Ningún peligro es tan siniestro y ninguna catástrofe golpea tan fuerte como las que se consideran de una probabilidad ínfima” (Bauman). Sin embargo, también lo contrario, vivir en torno a histerias colectivas puede producir una “nueva Edad Media”; el paroxismo del presente, puede hacer lo urbano inhabitable en la medida en que se multiplican las fronteras.

La frontera como concepto geopolítico ayuda a la construcción de un sentido de diferenciación. De manera tradicional, las mismas han justificado la explotación económica y separan los cuerpos de personas con diferentes deberes, derechos, experiencias o razones étnicas. Muchas veces el otro –concepto que no existiría sin la idea de la frontera- se concibe como un ente peligroso que determina nuestras relaciones o exclusiones sociales y, por tanto, las fronteras que no son necesariamente nacionales. Por ello hace sentido la afirmación de Edward Soja, quien basándose en Michel Foucault propone que:

“ [...] the postmetropolis is represented as a collection of carceral cities, an archipelago of normalized enclosures and fortified spaces that both voluntarily and involuntarily barricade individuals and communities in visible and not-so-visible urban islands, overseen by restructured forms of public and private power and authority”.

Los espacios que mejor ejemplifican la ciudad medieval actual son las comunidades residenciales cerradas y los centros comerciales aclimatados artificialmente. No obstante, los efectos de este zeitgeist, es decir, la expresión espacial del espíritu de los tiempos, se ven en todas partes. Poco a poco, todo lo que antes hacíamos afuera se está llevando al interior: la circulación se lleva a cabo en pasillos ante el ojo de policías, la clase media o los más pudientes andan siempre en busca de espacios más alienados del resto y la industria de servicios de seguridad ha tenido, en consecuencia, un crecimiento acelerado.

La fortificación de la ciudad es para nosotros, parte de la vida cotidiana. Según Umberto Eco, nuestras ciudades se vacían en las noches; los trabajadores sólo acuden a ellas para trabajar y luego “corren” a los suburbios protegidos. En Puerto Rico, la ley que propicia la construcción de urbanizaciones cerradas es la Número 21 del 20 de mayo de 1987, enmendada el 6 de noviembre del 2008. Dicha ley establece que “el propósito del cierre de las urbanizaciones es que los miembros de la comunidad puedan prestar su ayuda para luchar contra el crimen. La Asamblea Legislativa por medio de esta ley protege la vida y el bienestar del pueblo.” De igual forma, se acepta que “[…] el derecho a la libertad de movimiento o a discurrir libremente por las vías públicas y el derecho a la intimidad no son derechos absolutos.”

El amurallamiento de complejos habitacionales separa de manera literal, las comunidades acomodadas de las marginales, acentuando las diferencias. De hecho, cerrarlas aumenta el valor de las propiedades. Estas islas contiguas, pero separadas entre sí por muros, verjas y portones, hace además que los alrededores se usen cada vez menos. El Estado, por su parte, en una clara representación de su incapacidad para evitar la atomización social y en un sentido muy distinto a los cierres privados, ha construido cercos en torno a los residenciales públicos y otros desarrollos “de interés social”. La morfología de nuestras ciudades depende tanto de las fronteras físicas, que hemos llegado al punto en el que muchos parques urbanos están cercados, al igual que los centros comerciales, las iglesias, las facilidades deportivas, entre tantos otros.

Estos complejos medievalizados mediante la seguridad privada, se asocian con la idea de que la vida allí otorga distinción de clases, seguridad, espacios públicos más adecuados y un mejor sentido de comunidad. En esta “nueva Edad Media”, se delimita la comunidad a la que se pertenece y hasta dónde llega el grupo de los afortunados que puede disfrutar las ventajas exclusivas de la ciudadela. Parecería un regreso a la obsesión que había en el pasado de tener la mejor iglesia, con el campanario más alto, por el orgullo de pertenecer a esa comunidad de fe; parecería el regreso al deseo de tener las murallas más altas y potentes del medioevo, un retroceso al tiempo en el que sólo aquellos que vivían protegidos por fortificaciones tenían la posibilidad de ser ciudadanos libres. De ahí también que los habitantes de estas comunidades tengan en mente sólo el uso del carro como principal – y único– medio de transporte sin el cual, estas cárceles invertidas serían imposibles, por encontrarse en muchas ocasiones, en el medio de la nada. ¿Acaso este futuro polarizado entre ciudades amuralladas y urbes abandonadas no tiene vuelta atrás? ¿Puede, de algún modo convencerse a la gente de la necesidad de un cambio hacia una ciudad libre de fronteras, que propicie el ennoblecimiento de los espacios públicos y con ello la convivencia entre seres dispares pero iguales?
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